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LAS BABUCHAS DEL SULTÁN       
Un efecto psicológico     
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Hace mucho, mucho tiempo pasó por la importante ciudad de Aleppo, situada en lo que más tarde fue Persia, un rico y poderoso sultán que llevaba una gran comitiva. El sultán era muy aficionado al ajedrez y jugador de gran fuerza, y le complacía jugar con todo adversario que fuese digno de él. Como le habían informado que en Aleppo vivía un joven de gran talento en el juego, hizo que le trajeran a su jaima, dispuso un precioso tablero con ricas piezas de madera y abundante té y, tras una cordial bienvenida, le invitó a jugar. El joven, que se llamaba Faris, perdió dos partidas casi sin resistencia, lo que molestó al sultán. Enfadado, llamó a su jefe de protocolo y le reprochó que le hubiese traído un jugador muy flojo, y no uno talentoso como le había indicado.

El ministro, avergonzado, solamente pudo articular algunas disculpas. Entonces el joven intervino para decir con humildad:

- La culpa es mía, poderoso sultán. Mía y de las babuchas con que me habéis obsequiado al llegar.

- ¿De las babuchas?
–preguntó asombrado el sultán.

- Sí, mi señor. Como me he descalzado para entrar en vuestra jaima y las he dejado fuera, tengo miedo de que desaparezcan.

- Tonterías. Nadie se atrevería a robar las babuchas de un invitado mío.

- Eso es lo que yo me repito a mí mismo, poderoso sultán. Pero en mi familia somos tan pobres que yo siempre he ido descalzo, y las babuchas que me habéis regalado son tan preciosas que el temor a que me las roben no me deja pensar en otra cosa.


El sultán sonrió, dio dos sonoras palmadas y ordenó que le trajeran las babuchas al joven. Y comenzó otra partida.

El joven, con las valiosas babuchas sujetas contra su pecho con una mano y un brillo en la mirada, jugaba con la otra mano con gran rapidez.

Cuando el sultán perdió la partida pensó que quizá había habido algo de casualidad y descuido por su parte. La siguiente derrota le sacó de su error, pues el joven desplegaba un juego magistral con gran facilidad, como si tuviese el ajedrez en la punta de los dedos. El joven Faris no tenía que calcular qué es lo que había que hacer: él lo sabía.

Al ser derrotado por quinta vez consecutiva, el sultán comprendió que, si bien había muy pocos jugadores a los que él no pudiese ganar alguna que otra partida, sin duda el joven de las babuchas era uno de ellos.

Tiempo después, cuando el joven Faris llegó a ser considerado el mejor jugador del mundo conocido, el sultán contaba orgulloso cómo en cierta ocasión él le había ganado dos partidas.

Siempre olvidaba lo de las babuchas...